Cada viaje es un movimiento y no solo físico. Un crecimiento, un aprendizaje. Conocer nuevas culturas y dejarte impregnar por ellas con la piel de gallina: por las mezquitas, por el imán cantando la llamada de la oración, por los derviches dando vueltas, por tanta expresión de amor. Llenarte del aroma a miel, a castañas asadas; y el paladar de especias, picante y sabores nuevos. Conocer otras personas, formas diferentes de decir lo mismo, diferentes vías para similar camino. Pararte en mitad de la calle a mirar. Mirar, escuchar y sentir la vida, la existencia divina y la vibración interior. Disfrutar de cada amanecer, de todas las experiencias -y regalos- con los que te sorprende el día, al lado de tu familia -como un abrigo, una caricia-.
Y entre nosotros, el aire sin distancias, el viento que nos conecta -como el sol, como la luna, que también han sido nuestros nexos- y sentir el amor que llevamos dentro y verlo crecer-uf, madre mía, otra vez piel de gallina-. Y después del viaje, la transformación, volver a casa -qué preciosidad, cariño- y soñar con mucha agua, mientras dormimos abrazados por completo.
Gracias, madre, por la oportunidad de este viaje -y no solo por este de ahora, también por el de la vida-.