agosto 20, 2007

Rojo




Mi padre me puso una caja de cartón en las manos. Por el peso sentí que lo que había dentro era un ser vivo, así que, lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de un gato. ¡Es un gato! pensé. Sin embargo, cuando lo abrí, lo que había dentro no era un gato, si no un corazón grande y rojo que latía vivo, con sus aurículas y sus ventrículos. Reconozco que al principio me impresionó un poco, nunca había visto un corazón tan de cerca; pero pronto me acostumbré a su sonido, a sus latidos, a su compañía, y me gustó. Por eso comencé a jugar con él, a leerle cuentos, a contarle historias. Creo que por establecer una forma de comunicación conmigo, él también se animó a escribir y a contarme historias, y fue así como yo aprendí a escucharle y a hacerle caso. A pesar del cariño que le tenía y lo mucho que me gustaba lo que decía, me daba vergüenza que los demás lo vieran y más miedo aún que lo tocaran. Era tan delicado que no sabía cómo iba a reaccionar. Hasta que un día me animé a sacarlo a la calle y, entonces, vi como la gente se acercaba a mirarlo y me gustó tanto que le sonrieran, que los otros acercaran también sus corazones, que comencé a compartirlo y, así, descubrí que mi corazón era aún más feliz al roce con otros corazones y que hasta era capaz de bailar. Así que fui dejándole cada vez más libre, para que él mismo se desenvolviera a su antojo por el mundo. Ahora me siento bien aunque a veces no pueda verlo ya que, esté donde esté, haga lo que haga, lo sientro dentro de mi, como si estuviera ahí, latiendo. Creo que este regalo que me hizo mi padre ha sido el mejor de todos los que he recibido, mejor incluso que si me hubiera regalado el gato más bonito del mundo.